La religión y el punterazo

Del bético que dejó dicho cómo quería que sus cenizas fueran esparcidas por el estadio Benito Villamarín al barcelonista que, en las moradas de la muerte, eligió para su abrazo final una medalla del Barça, cuando tenía a su disposición otra de la Moreneta, media ya lo que media. Y esa distancia no es otra cosa que las intensidades respectivas del recuerdo de sus familiares. 

Dicen que las penas con fútbol son menos, porque el fútbol, llevado a su última expresión de forofismo, se convierte en una desmesurada religión del punterazo, y los hinchas, a los que nadie les ha prometido un cielo, quieren verlo multiplicado cada domingo en el éxtasis de los goles. Bajo esta lección de que cada uno elige su alegría -o su tristeza-, habrá que tener en cuenta cómo un penalti injusto o un gol anulado puede suponer un purgatorio hasta la próxima ventura o hasta la siguiente semana, porque lo importante y reparador del fútbol es que ofrece más oportunidades de salvación que cualquiera de la religiones monoteistas. 

Con ellas por guía, hacia el horizonte de su premio, si uno se equivoca y la palma en pecado mortal ya no hay quien lo arregle, mientras que en esta laica y loca fe del balón la mancha de una mala goleada con una buena goleada a favor se quita. Hay que pedir, pues, deportividad, y no echar en saco roto aquello que, por entre una selva de patadas y codazos, dijo elegantemente Luiz Pereira, aquel inolvidable central del Atlético de Madrid, una perla negra del balompié: «La gente se olvida de que esto es un juego». 

Pero también hay que pedir justicia, ecuanimidad y solvencia al sumo sacerdote que puede decidir en un instante de error, de obcecación, o de partidismo, que el hincha más curtido se deshinche y llegue a casa hecho un basilisco, se invente su propio infierno y se dé butifarras a sí mismo, al retal cómodo que le queda del fin de semana. Hay que pedirle todo eso, que es mucho, y por tanto, con la conciencia alertada de que tal petición se autodemanda un margen de tolerancia en la sabiduría de que los árbitros, aparte de los sumos sacerdotes del juego, son humanos y pueden equivocarse. 

Emilio Carlos Guruceta Muro, el dios aplaudido y denostado que vestía de negro y, según decían, tenía el alma blanca, acertó a comentar que también se equivocaban los jugadores. Y aunque semejante afirmación descartaba la prueba de sueldos millonarios que les desaconsejaba venderse, tenía su punto de razón, o quizás sería más acertado decir su motivo. Y, llegados aquí, ¿cuál es la diferencia entre una cosa y otra?. 

A lo mejor ustedes, como yo, lo tienen claro. Pero a lo mejor es más útil tener claro que el fútbol no debe convertirse, de un capricho aficionado, en una pasión militante. Por más que Oscar Wilde dijera que «un capricho se diferencia de una gran pasión en que el capricho dura toda la vida». Y, aún más: aunque a veces veamos como la traspasa. Las cenizas del bético, por ejemplo, que es posible que aplaudan, con palmas por sevillanas, desde el cielo del glorioso estadio Benito Villamarín.

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