Con el norte a las espaldas

Pierdo dos o tres horas reptando por entre los viscosos intestinos de la ciudad, llego por fin al Palladium -que es una astrosa discoteca roquera- y me encuentro allí a un grupo de doscientos jovenzuelos desgreñados y capitaneados por unos cuantos caporales «verdes» vestidos de amarillo. De famosos, ni rastro. Vuelvo grupas y con trotecillo cochinero me refugio otra vez en la torre de marfil del hotel Bernini Bristol. Rutelli y Fini van a verse las caras y a medirse las costillas en el ruedo de la televisión pública. 

El primero está nervioso, balbucea, se escurre, no para, no manda, no templa, no liga, no carga la suerte. El segundo es una centella: rápido, firme, seguro, informado, eficaz, convincente. No quito ni pongo rey. Así lo vi, así lo cuento. Será, probablemente, Rutelli el caballo ganador en la segunda vuelta de las elecciones, pero el «sprint» de Fini en la recta final del recorrido es más que notable. Ocho horas de sueño y vuelta a hojear los periódicos. El electorado centrista está cada vez más perplejo. Hay que escoger, dicen, entre la peste de los fascistas y el cólera de los comunistas. O eso o el dontancredismo de la abstención. Ahí tienen ustedes la clave del veredicto de las urnas. El célebre novelista Arbasino se atreve a llegar más lejos. «Italia», asegura en un artículo que hoy aparece en La Reppublica, «se ve obligada a optar por Hitler o por Stalin». Y para ese viaje, añado yo, sobran las alforjas. Y las elecciones.

Jueves por la mañana. «Piove, piove, piove». La Ciudad Eterna, que hace ya muchas lunas dejó de serlo, no da más de sí. Abandono mi guarida, compro por última vez en el quiosco del chaflán, alquilo un coche y oriento su morro hacia... ¿Hacia dónde? ¿Norte o Sur? He ahí el dilema. En Milán -y en Trieste, y en Venecia, y en Génova- podría meter las narices y la pluma en las quisicosas de la Liga Lombarda, podría solicitar una entrevista con el señor Bossi, podría calibrar hasta qué punto ha calado entre los electores su propuesta de convertir Italia en un trípode federal. Sí, podría hacerlo, pero escribí en cierta ocasión -y soy hombre de palabra que un de una viajero que se precie, cuando sale ciudad, deja siempre el norte a sus espaldas. 

Quédense, pues, el amigo Bossi y sus sueños de separatismo para mejor ocasión, que ya llegará, y piérdanse mi pluma y mis narices entre los «terroni» del Mezzogiorno, que también tienen su corazoncito por mucho que los ricachones de la Liga los consideren y traten como tratan y consideran a los negros en Alabama. Llego de un envite a Nápoles y allí me encuentro con más de lo mismo: ausencia de propaganda electoral, efervescencia callejera, caos urbano y urbanístico. Alessandra Mussolini ha prometido que, si vence, derribará todos los edificios ilegal y abusivamente levantados en las tres o cuatro últimas décadas.

No creo que nadie le arriende la ganancia ni el desafío: va a tener que llevarse por delante las nueve décimas partes de la ciudad. Nápoles es, sin lugar a dudas, el enclave humano más salvaje, más enloquecido, más degradado y más tercermundista de todo el continente europeo (aunque en ese palmarés le reconozco el maleficio de la duda a Moscú, ciudad en la que nunca he estado). Alguien -ya sea el comunista Bassolino, que no parece tener media bofetada, ya sea la neofascista Mussolini, que se ha convertido en la fallera mayor de la ciudad- tiene que hacer algo por la regeneración de la antigua y noble villa partenopea cuya proverbial bahía contemplo ahora desde los ventanales de mi hotel. La solución., si solución hay, llegará el domingo. Que sea para bien. Y «arrivederci», Italia. Te lo ruego: «Non far la stupida stavolta».

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