Cuando la tortura es legal

En la frontera del Imperio, la Guardia Nacional tortura a los indígenas con el consentimiento pasivo del narrador, un magistrado local: «Soy consciente, mientras me ocupo de mis asuntos, de lo que puede estar sucediendo y mi oído incluso sintoniza con el tono del dolor humano».

Esperando a los bárbaros es una expedición por el territorio moral de un cómplice que se niega a serlo J. M. Coetzee, nacido en 1940, en Suráfrica, publicó esta novela en 1980; antes que Vida y época de Michael K y Foe, ambas editadas ya en España. Mediante sucesivas actas íntimas escritas en primera persona y en presente, el magistrado, hombre del otro lado de los cincuenta años, da cuenta de lo que ocurre a la vez que examina sus emociones primordiales: deseo de juventud, sexo, corporeidad, vergüenza, sentido de la justicia. Emplea un lenguaje limpio y preciso, de escasas comparaciones que resultan atroces por su sencillez: «La posibilidad de albergar mi miembro seco de viejo en esa funda de sangre caliente me hace pensar en ácido en la leche, ceniza en la miel, tiza en el pan».

Creado así el individuo fatalmente lúcido, Coetzee le deja solo ante la indignación. Hay en el lector, probablemente, una tendencia natural a eludir descripciones de hombres vejados por obra de torturadores. En esta novela,los efectos disuasorios de una realidad desagradable se compensan con la fascinación que produce reconocer un conflicto propio. Como el magistrado, todo lector de este siglo se sabe mudo consentidor de la injusticia. Cuando al fin el magistrado grite ¡No!, el lector podrá mirarse en el espejo de un individuo privado de puntos de referencia, humillado por sus carceleros y olvidado. Para relatar el viaje al infierno de su protagonista. J. M. Coetzee se vale de un punto de vista serenamente impúdico, que rebasa la mera reflexión teórica. Quedan los bárbaros, la feroz amenaza del Imperio. Igual que el resto de los personajes, los bárbaros comparten el aire difuso del paisaje de antílopes, aves acuáticas, campos y arena que les envuelve. Alguna vez se ve su silueta recortada en las dunas.

Conoceremos sólo a una muchacha bárbara que ha sido torturada y con la cual el magistrado sostiene una relación extraña y perturbadora, presidida antes por el deseo de purificación del verdugo en la víctima que por las servidumbres del amor. Pero los bárbaros, «esos hombres con arcos y flechas y viejos mosquetes oxidados que viven en tiendas y nunca se lavan y no saben leer ni escribir», no existen. Los bárbaros de Coetzee son acaso una tribu escindida de los tártaros de Buzzati, y es bueno que cada cierto tiempo aparezca un libro y nos recLerde cómo se inventa un enemigo, para qué se le inventa.

Por qué sería preciso dejar de esperarle y admitir la única verdad del magistrado: «Nosotros mismos debemos padecer la crueldad que llevamos dentro». Y espera la hoja roja con la misma naturalidad que lo hacía el viejo Eloy: haciendo lo de siempre, escribir y salir al campo.

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