Messi es siempre el más vigilado

No hay ninguna relación entre el advenimiento de España y la decadencia de Argentina. Pero la coincidencia sí tiene algo de justicia poética. Aferrada a un discurso triunfal, a una relación patrimonial con el fútbol y el éxito que hace tiempo que no se renueva, Argentina está siendo superada por equipos sin carga de pasado a los que siempre despreció y que no sólo le ganan sus mundiales. Sino que además le enseñan cuál es la senda evolutiva hacia el juego del futuro que ella no ha sabido encontrar, perdida en sus arcaísmos identitarios, en su apelación a lo racial, en ese smog del alma que es la nostalgia maradoniana. Argentina, gripada, se quedó fuera en el cambio de guardia.

Y sólo ahora repara en que algo más hay que hacer, aparte de arrojar sobre el tapete, como si fueran dados, algunos especímenes agraciados con un inmenso talento natural para jugar al fútbol. El Mundial decretó llegada la hora de los equipos colectivistas, trabajados, y en Argentina siguen prendiéndole cirios petitorios al ser providencial en cuyo rostro encajará la máscara funeraria del Diego. Cada vez son más las generaciones de argentinos que han de visitar la enciclopedia para recordar en qué argumentos está basada la suficiencia aristocrática que heredaron.

Ya ni siquiera nadie tiene muy claro en qué consiste y quién defiende lo que se dio en llamar la nuestra. Esa forma propia de jugar, más pelotera que física, más pícara que disciplinada, y siempre encendida de temperamento, que se ha corrompido y diluido por la dispersión en Europa de futbolistas que cada vez permanecen menos tiempo para imbuirse en un estilo. Es por eso, por la desintegración de la nuestra, por lo que la selección ensaya, sin dar continuidad a ninguno, con entrenadores tan antagónicos como Bielsa, Basile, Maradona y Pekerman.

Y también es por eso que Batista, un técnico poco respetado por futbolistas acostumbrados a someterse en sus clubes a pesos pesados y que fue superado tácticamente por todos los rivales de la Copa, reconoce la orfandad de escuela cuando dice que hay que ser como el Barcelona. Es decir, improvisar en sólo unas semanas el cuajo de un equipo de laboratorio, de una paciente cadena de montaje del estilo. Despegada de su tradición, Argentina logra que todos sus jugadores sean peores que en sus clubes -y no sólo el más vigilado Messi-, y ni siquiera encuentra en el campo el carácter aglutinador de un cacique, pues eso no se le puede pedir a Messi, borrado en todo lo que no sea dialogar con la pelota. Para eso, la gente pidió a Tévez, con su cara quemada, precisamente quien falló el penalti contra Uruguay, así de antojadiza es la crueldad del destino.

Un interlocutor porteño es aún más severo en el diagnóstico, pues asegura que Argentina sólo es «el 78 y Maradona. Ni antes ni después hubo nada». Aunque jugara contra Uruguay la final del primer Mundial, 1930, habría sido Menotti el inventor de una selección alojada en la pasión popular y prioritaria sobre los clubes. Antes no tenía ni predio propio para entrenar. A lo que luego Maradona habría aportado la gloria, la leyenda del ungido, el pellizco de una personalidad catalizadora. Aun así, fabricada la selección, aportado el pedigrí, el linaje, y en pleno funcionamiento la fábrica natural de excelentes jugadores, ¿Por qué Argentina se gripó así? ¿Por la emigración de los futbolistas? Los brasileños también están dispersados pero ganan mundiales.

¿Por el enquistamiento semimafioso de un devorador de hombres como Grondona? ¿Por la deriva técnica? En Argentina ya empiezan a sustituir por esta pregunta el discurso arrogante. Y ello es indicio de cuánto han dolido las derrotas y, sobre todo, de cuán lejos queda ya el 86.

Argentina está siendo superada por equipos sin carga de pasado a los que siempre despreció

Todos sus jugadores son peores que en sus clubes, y no sólo el más vigilado Messi.

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