El Molino y sus memorias

Los orígenes de «El Molino» se pierden en la noche de los tiempos diferentes por los que ha ido derivando la dolce (y amarga) vita barcelonesa. A finales del pasado siglo, «El Molino» era un modesto y destartalado barracón llamado «La Pajarera», en cuyo tablado, tan oscilante como la cubierta de un barco pesquero, se ofrecían variedades a un público rugiente, conformado en su mayoría por esa simpática y mordaz filibustería de arrabal que tantos anarquistas ha dado al mundo. 

Eran los tiempos en que el Paralelo venía a ser una gran feria de vendedores ambulantes, muchachas de la calle y carteristas de todas las clases sociales (incluida la aristocracia y sus más logradas ovejas negras). Excelentes cronistas de Barcelona como Cabañas Guevara y José María Carandell recuerdan que la primera construcción de la avenida que podía merecer el nombre de «edificio» fue el Teatro Circo Español, concluido en 1895. Junto a él, y rodeándolo por todos los flancos menos por la fachada, abundaban las barracas de figuras de cera, «fenómenos de la naturaleza», y demás familias propias de las ferias de aquellos tiempos.

En su Biografía del Paralelo, Cabañas Guevara cuenta que «junto a la visión absurda de los fenómenos y la pintoresca de los saltimbanquis, no tardaron en instalarse las quirománticas, echadoras de cartas, ocultistas, astrólogas, y una mujer muy gorda, Margarita Sphinx, que adivinaba el porvenir, por nebuloso que fuera». Con lo cual puede decirse que, ya desde sus comienzos, el territorio donde habría de afincarse «El Molino» fue, para muchos barceloneses y forasteros, la encrucijada del Destino: un Delfos barriobajero, bullicioso y lleno de luces fosforescentes. Tras llamarse «La Pajarera», «El Molino» pasó a tener el distinguidísimo nombre de «Petit Palais», cuando corría el año 1909. Y es que un toque de nobleza siempre queda bien, entonces y ahora.

Pero no mucho después sus propietarios prefirieron darle un aire parisino y lo bautizaron «Petit Moulin Rouge». Hasta que en el año 1916 pasó a tener el nombre más definitivo de «Moulin Rouge». A partir de ese momento, y hasta la Guerra Civil, «El Molino» conoció su Edad de Oro. En su novela Memorias de un terrorista, Calderón y Romero nos dice. «Mi templo preferido era el Moulin, acaso por ser el más obrerista de los cabarets. En efecto, allí abundaban las chaquetas de pana y paño ordinario, y los trajes de mecánicos, los azules trajes remendados. Las hembras marchitas, que de su cuerpo hacen industria y de su corazón una piltrafa, eran las rosas que enguirnaldaban aquella vida sin conformidad».

Sebastián Gasch, citado por Carandell en su excelente Guía secreta de Barcelona, aclara que la consumición costaba una peseta y que por tan «modesto importe uno podía permanecer en "El Molino" desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada. Durante este tiempo estaban permitidas algunas cosas: presenciar el desfile de las cuarenta artistas, bailar en el foyer con las damas de falda corta, escote largo, piernas gordas y abanico; protestar de las cupletistas con pretensiones intelectuales, y tirar al escenario cáscaras de cacahuete».

Concluida la Guerra Civil, «El Molino» vuelve a tener otra época de claroscuro esplendor, cuando triunfaba la Bella Dorita, y la burguesía del estraperlo vio «en aquel ambiente popular, descarado e ingenuo, la liberación artística y vital de sus necesidades chabacanas», como cuenta Carandell en el libro ya citado. No mucho después, a finales de los cincuenta o principios de los sesenta, concibió André Pieyre de Mandiargues su novela La Marge, en la que hace un exhaustivo retrato de «El Molino». En esta inquietante novela, el protagonista queda asombrado al ver, en mitad del Paralelo, un molino con todas sus aspas, «bien guarnecidas de bombillas multicolores». En aquel entonces ni siquiera se pagaba entrada, según cuenta Mandiargues, y era suficiente con abonar la consumición: treinta pesetas por una cerveza. Precio muy módico si se tenía en cuenta la larga lista de artistas y la duración del espectáculo: cuatro horas y media. Gracias a Mandiargues, sabemos que los músicos rara vez iban acompasados, pues todos ellos eran fumadores empedernidos y el cenicero no siempre estaba a mano.

El espectáculo debía ser fascinante. Mujeres vestidas de bomberos que se iban quedando medio desnudas al ritmo de los tambores y los silbidos. Parejas ataviadas a la turca, donde el bailarín solía parecer más femenino que la bailarina, y que hacían las delicias de los grupos de marineros americanos que ni siquiera en losbarrios menos recomendables de ciertas ciudades de Extremo Oriente habían visto algo parecido. Por no hablar de una fémina enorme, de piernas ciclópeas y boca voraz, que salía con antifaz y cantaba una canción titulada: Una lengua de mujer que dice sí. En fin, toda una antología del cabaret en su versión más popular, que tras ser degustada por los sinvergüenzas del estraperlo sería descubierta por la progresía de finales de los sesenta y principios de los setenta, que creían estar presenciando en «El Molino» el auténtico arte del pueblo, en las antípodas de las salas serias, caras y aburguesadas, llenas de chicas largas con filtro.

Pero como dice Carandell, los artistas de «El Molino», que han visto pasar a tantas hornadas diferentes, «siempre se dirigieron al público plebeyo», a su público de siempre, que rara vez les traicionó. Yo visité «El Molino» a mediados de los ochenta, y ya no conocí a Johnson, el célebre Johnson del que hablaban con devoción populista los progres, y que según Gasch «era un hombre de principios de siglo: uno de los pocos que lograron conservar hasta muy tarde el perfume de 1900».

En realidad, cuando yo conocí «El Molino» ni siquiera estaba Lita Claver, molinera de siempre que se había pasado al teatro Arnau, pero el cabaret seguía conservando el ambiente plebeyo de toda la vida: gente del barrio que acudía con frecuencia a «su templo», para ver a sus artistas de siempre y reírse con ellos un buen rato. Fueron los últimos años de autenticidad del Paralelo, que a finales de los ochenta sería una vez más descubierto por los jovenzuelos, que se iban a bailar al dancing Apolo los viernes por lanoche. Pero ya coincidiendo con los preparativos de las Olimpiadas, el barrio cayó en picado, y me temo que para siempre. Desde entonces, ha habido intentos de reformar «El Molino», pero las cuentas no cuadran: pérdidas y más pérdidas, que han obligado a sus empresarios a cerrar.

Situación lamentable ante la que el Ayuntamiento ha decidido tomar medidas, y ya se habla de subvención. Pero cuando los teatros empiezan a ser subvencionados y se oficializan, en como si firmaran su verdadera sentencia de muerte. «Con o sin "El Molino", el Paralelo ya no volverá a ser el mismo», me dicen los camareros del café Español. Tienen razón, pero así son las ciudades, que cambian más rápido que las almas, como pensaba Baudelaire. Más precisamente porque cambian están vivas y nos van cambiando a nosotros también.

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