Dinero sucio entre los políticos aforados

Enriqueceos!». François Guizot, presidente del Consejo de Ministros de la monarquía orleanista de Luis Felipe, pronunció esta invitación en público. La sociedad francesa de la época asimiló con celeridad el mensaje. Guizot retrató eficazmente el alto grado de corrupción que minaba en lo más hondo al «nuevo régimen» que sucedió a la larga decadencia napoleónica. «No hay otro país en Europa en donde se pueda ganar más dinero en menos tiempo». Carlos Solchaga pronunció esta sentencia ciento cincuenta años después que Guizot entrase en la Historia gracias a su imperativo consejo: «¡Enriqueceos!». Lo que subyace tras ambas expresiones es un estilo de gobernar que generó y gedera un enorme deterioro de la política, de las instituciones. Se antepone el interés personal al interés público. Y, lo que es aún más grave, un código no escrito de valores cala en la sociedad y permite la difusión de una cultura política alejada de lo que deberían ser las bases de una democracia. La corrupción que pretenden minimizar los portavoces gubernamentales se define antes que nada como una forma de ser, como un.. «estilo», una «cultura». 

José Mara Aznar, presidente del Partido Popular, y el cardenal Tarancón, zambullidos en plena polémica nacional sobre la corrupción en la década socialista, introdujeron un peligroso elemento en el debate: establecieron comparaciones históricas para resaltar el grado de corrupción del felipismo. No es admisible establecer comparaciones entre un sistema democrático, por más que este sea imperfecto, y un sistema dictatorial. No cabe mayor corrupción que una dictadura. La dictadura no puede corromperse: es corrupta per se. Además, tampoco parece que sea el presidente del PP la persona indicada para presentar estas reclamaciones al Gobierno socialista.


Es cierto que al PSOE le han salpicado escándalos gravísimos en que se han visto implicados militantes y dirigentes socialistas; ahí están, aún sin sustanciación de responsabilidades, los casos de Juan y Alfonso Guerra, Filesa, Viajes Ceres, Caja de Ronda, Uribitarte, Renfe, Ibercorp...). Pero los populares tienen bajo la alfombra toda la porquería almacenada en los casos de Hormaechea, José María Peña, Naseiro o Calviá. Y el PNV tiene su millonario caso de la concesión ilegal de tragaperras. Y CiU tiene el caso de Casinos de Cataluña. El mal de la corrupción se ha extendido en exceso, y salpica a todos los ámbitos de la Administración (central, autonómica y municipal), y afecta al PSOE, PP, PNV y CiU. Lo grave de la situación actual es que en 1982, diez millones de ciudadanos creyeron un mensaje de cambio y depositaron otras tantas papeletas en las urnas, y, como decía Ortega, «no es esto» lo que apoyaron, lo que prometía el PSOE, un mensaje de progreso dentro de un «estilo ético». La progresiva y lamentable «italianización» de la actividad política se torna más preocupante aún al constatar que, además, en España fallan de modo ostentoso los mecanismos de control y resultan escasos los supuestos en que todas las responsabilidades se sustancian. El Parlamento, controlado por la mayoría absoluta de que ha dispuesto el PSOE desde 1982 (y en muchas ocasiones con el apoyo interesado de partidos nacionalistas como PNV y CiU), no ha cumplido con su función de investigar y depurar las responsabilidades políticas de los escándalos. En muy pocas ocasiones el Congreso ha procedido a constituir comisiones de investigación. Cuando ha sido posible, el propio sistema de trabajo y el control del partido mayoritario sobre las comisiones ha hecho ineficaces sus progresos.

El poder judicial, al que siempre recurren los implicados, o bien desarrolla sus investigaciones con una lentitud exasperante, o bien adopta (como en los casos de Juan Guerra o Filesa) resoluciones escandalosas, fruto del duro placaje con que el Ejecutivo somete a los otros dos poderes fundamentales del Estado. La financiación de los partidos políticos, la formación y mal funcionamiento de los órganos constitucionales, las estafas, las comisiones, la información privilegiada, la concesión de contratos y subvenciones, los premios y los castigos, las recomendaciones, el miedo de los altos funcionarios, el silencio cómplice, las falsificaciones en el subsidio agrario, el generalizado fraude fiscal y esa política hipócrita de amnistiarlo periódicamente, la manipulación de algunos sectores de la prensa, el tráfico de influencias...Todo ello conforma una red que ahoga la democracia. El felipismo encarna un estilo de ejercer el poder y una política que ofrecen el mejor abono para que crezcan las conductas corruptas. Su concepto del poder tiene una marcada tendencia a limitar los controles sobre el Ejecutivo por parte de los demás poderes del Estado y la sociedad civil. Su política encierra un mensaje de indisimulada exaltación del becerro de oro, del dinero fácil, del dinero sucio, de estímulo de la especulación. Ello explica la plaga de intermediarios, asesores, comisionistas, consultores, asistentes, traficantes de favores, empresarios de encargo, relaciones públicas y demás fauna de similar jaez que ha nacido y ha desarrollado durante este decenio.

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