Lo extraordinario de las voces fantasmagóricas que parecen surgir del Palacio de Linares no es que sean paranormales, o anormales, sino precisamente que no lo son. 

Toda voz que se escucha es una voz, y eso es lo más natural del mundo, aunque sea indigerible para las menguadas entendederas de parapsicólogos, paracientíficos, magos, ufólogos, adivinos y demás gremios de ciudadanos mastuerzos e ígnaros. Pero la ignorancia es mucha, la astenia intelectual casi endémica, y turbas de cazafantasmas han tomado a calacuerda el pobre palacio, que está hecho cisco y eso es lo único que le faltaba, que le desgarren los tapices y los papeles pintados para ver si hay debajo un alma en pena. Madrid está llena de voces a las que nadie hace el menor caso, pero la gente prefiere oir voces de ultratumba, que no comprometen a nada. 

Que haya o no voces flotando por el ámbito del desmantelado caserón sólo puede interesar a los espíritus ociosos y badulaques que, en una ciudad de servicios como Madrid, tanto abundan. Lo que sí hay en el Palacio de Linares es una bellísima y alucinante historia de amor, una historia que ni entendió ni entiende casi nadie (acaso ni los propios protagonistas), y que sólo ha servido ahora para que la conjura de los necios haya edificado sobre ella una historia vulgar. 

Porque toda la balumba de voces de niñas sin mamá y de señoras sin descanso eterno viene dada, en el fondo, por la condición incestuosa del matrimonio de los Marqueses de Linares. Presumen los videntes que no ven más allá de sus narices que aquel amor tuvo que ser necesariamente desgraciado, infernal, destinado a no encontrar un minuto de sosiego en la tediosa eternidad, y yerran como bellacos, pues en cualquiera de los dos casos que se barajan, que los marqueses conocían su parentesco al casarse y que no lo conocían, el amor fue más fuerte que cualquier convención, incluida la de la propia naturaleza. 

Las desvencijadas alcobas del Palacio de Linares guardan, en efecto, voces, incluso todo un discurso de amor tórrido y de combates interiores entre la felicidad y la culpa. 

Nadie comprende el amor si no está enamorado (si está enamorado, menos) y la piedra gris y erosionada de ese edificio vacío conserva los ecos de toda esa pasión misteriosa. Pero esas voces, ese discurso, no se capta con magnetofones, ni con psicofones, ni con gaitas. La ciudad está llena de voces de angustia. En los arrabales, en los presidios, en las psiquiátricos, en los hospitales, en la soledad de los dormitorios. Nadie las oye.

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