Joana Serrat no tiene ná que ver con el Serrat de toda la vida

«Antes que nada: no, no tengo nada que ver con Serrat», aclara Joana Serrat (1983, Vic). Apellidarse así y dedicarse al folk es como una broma, pero Joana no escogió su apellido, ni el hecho de que le gustara el folk de Xesco Boix, Bob Dylan y Joan Baez desde bien pequeñita. Tampoco el ser la adolescente tímida que sabe tocar la guitarra y que, por las noches, en las reuniones de los escoltes que terminan alrededor de una hoguera, acaba siempre cantando algún tema de Neil Young («a Young llegué a los 14, y fue una revelación. 

Hasta entonces estaba obsesionada con Prince, incluso fui a uno de sus conciertos en el Palau Sant Jordi con siete años», recuerda).

Lo que sí ha sido decisión suya, y bien firme, es dejar de firmar sus discos (acaba de sacar el tercero, el autoeditado The Relief Sessions) con el seudónimo JST para hacerlo, esta vez sí, con su nombre, Joana Serrat. Y a decir en voz alta un «hola, aquí estoy» a un negocio, el musical, al que en Cataluña le cuesta mirar más allá de Barcelona. «Es complicado. Porque empiezas y es difícil que te hagan caso, porque eres chica, aunque ahora hay muchísimas triunfando a las que admiro, aunque creo que a algunas, como Russian Red, no se les reconocen todos sus logros. Sé que éste es un mundo en el que hay que saber moverse bien y estar dispuesta a dar mucho de ti. 

Pero amo la música, desde siempre, y aquí estoy para intentarlo», afirma Joana, preocupada como todos por el trabajo (la echaron de la escuela de cine en la que trabajaba en febrero y sigue en el paro), pero enormemente ilusionada con, por fin, pasear sus canciones por Barcelona y Madrid (el 15 de diciembre actúa en La Casa Encendida).

Joana practica un folk intimista y penetrante, con canciones en inglés y en catalán, siempre 100% autobiográficas. Cuando empezó a tomarse en serio la música la apuntaron a clases de jazz, aunque nunca tuvo la sensación de encajar en ese registro. Luego conoció a Adrià Plana, guitarrista que sigue con ella, y le abrió los ojos. «Fue un punto de inflexión, me aportó luz y me enseñó que no tenía que compararme con nadie, que estar pendiente de lo que pensaran los demás de mi música me llevaría a un círculo vicioso, oscuro y estúpido que te aparta de tu esencia», confiesa.

Hoy, a punto de cumplir los 30, canta sobre los miedos de una generación asustada, prematuramente nostálgica, que no ve claro su futuro y tiene en sus padres «un ideal muy alto», quizá demasiado. 

«A los 25 tuve una crisis. No me sentía identificada con el primer disco, tuve un desengaño amoroso y sentí un vacío del que me costó salir. Pero superé el abismo, me liberé de la presión y aquí estoy», dice resuelta. Con un disco que tiene la fuerza y la sinceridad de las novelas de iniciación.

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