Jason Molina era un borrachuzo

El largo lamento sobre el que el estadounidense Jason Molina construyó sus casi 20 años de carrera musical se apagó, en su manifestación más corpórea, el pasado sábado. Murió alcoholizado. Tenía 39 años. El alcohol fue un analgésico con el que Molina, de padres españoles emigrados a Estados Unidos, enfrentó frecuentemente el dolor, la soledad y una intransferible angustia vital.

El otro fue la música. El heavy en sus años mozos, un hermético folk indie después, country apócrifo mezclado con aromas a Neil Young más tarde: todo ello el «largo blues negro», como él lo llamaba, con el que cimentó, de una forma u otra, sus sucesivos proyectos musicales, Songs: Ohia y Magnolia Electric Co. principalmente.

Un «largo blues negro» que llevó a Molina, natural de Oberlin (Ohio, EEUU), de grabar cintas de casete con sus canciones en su instituto, a vivir sus últimos años en una granja de Virginia, trabajando como granjero de sol a sol para huir de sus debilidades, sus miedos, sus terrores, sus fantasmas. Desintoxicándose, en efecto.

Entremedias, a Molina le dio tiempo a desarrollar una obra emocionante y emocionada, transida de vibración y pasmo, a veces catártica, habitualmente existencial, casi siempre desolada, definitivamente triste.

Orgulloso de su condición de artesano, digno en su triste figura, Molina quiso que su arte, al que solía dar forma en papeles-guiñapo que llevaba en los bolsillos y que garabateaba en cualquier lugar, no saliera de las carreteras secundarias del negocio. Lo consiguió y giró frecuentemente, por ejemplo, por España: a mediados de los 00 no era extraño verle con su banda tocando en un pequeño garito de Oviedo, o asándose la calva en el Primavera Sound barcelonés.

Quizás en esa querencia minoritaria tuvieran que ver tanto los orígenes obreros de su familia, emigrados a una zona de aluvión de Ohio, como la mítica del rock de Heartland -una manifestación rural, sensible y narrativa del folk americano de raíz irlandesa- que él tan bien encarnó, tanto con la estética de sus canciones como con la suya propia: gorra, camisa de leñador, aire de despistado...

Molina formó parte, capitaneando Magnolia Electric Co., de la explosión del denominado country alternativo durante la década pasada, él en el ala más cruda, menos adulta y domesticada. Antes, a finales de los 90, había generado verdadera expectación con Songs: Ohia, un puñado de discos asfixiantes repletos de canciones-desierto, mensajes lanzados al mar en una botella, más evidente lo que en realidad nunca dejó de cantar, con un vestido u otro: blues.

Didn't it rain quizás representa lo más depurado y agudo de esa primera etapa. El álbum Magnolia electric co., producido por el casi infalible Steve Albini, es su apuesta más potente en la segunda, quizás su más exitosa, pese a que el excesivo foco siempre le deslumbró un tanto.

Todo iba razonablemente bien hacia el final de la pasada década, con Molina produciendo a velocidad de crucero, cuando el tren descarriló y la tristeza ganó. La primera noticia fue la suspensión de su gira con Will Johnson, otro apóstol de la vuelta al folk rock de raíces.

Después, un silencio extraño en alguien de una industriosidad tal que, para que el lector se haga una idea, en 2007 lanzó el quíntuple disco Sojourner «porque por primera vez teníamos un estudio para nosotros solos». A finales de 2017, su propia familia lanzó la voz de alarma: se pedía dinero para el tratamiento de Molina, encandenando desintoxicaciones pero desprovisto de seguro médico, ese talón de Aquiles del sueño americano.

La carretera que tantas veces recorrió, el hipnótico escenario de la mítica rock yanqui, había llegado a su final. Como él mismo había escrito, llegó la noche «con una luna muerta entre los dientes».

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