La moda de los yuppies

Ya estaba casi decidido. Sólo le faltaba el empujón final: un día de esos que invitan a quemar el coche o a arrojarlo sin piedad por un barranco. Y lo de aquel martes fue primordial. Definitivo. «Salí de casa a las 9.10 y no pisé el despacho hasta el mediodía. ¡Tres horas para venir desde Las Rozas!». A la altura de Aravaca, Julio Portillo -abogado, 36 años- ya estaba dándole vueltas a los millones que podía pedir por su chalé. «Creo que cincuenta los vale». Al llegar a Madrid, con la moral tan entumecida como las piernas, decidió por fin huir hacia adelante.

¡La decisión del año! Llamó a la casera y decidió comprar por fin una buhardilla de 20 metros cuadrados en plena calle Huertas. «La tendré como un desahogo, para quedarme a dormir cuando no me apetezca bajar al chalé. En fin, un paso intermedio hasta que consiga encontrar algo en Madrid. ¡Con el precio al que están!». No es que no le guste la vida al aire libre y el viento serrano, el jardín, el perro y las noches limpias y estrelladas... El problema está en el otro lado de la balanza, en ese maldito sillón del coche que lleva ya impresa la marca de sus posaderas. «El otro día te daban ganas de de incitar a la desobediencia civil. Tendríamos que ponernos todos de acuerdo y montar un concierto de bocinazos cuando pasemos por el palacio de la Moncloa.

¡A ver si hacen algo de una vez!». «¿El tren? A mí me pilla casi de puerta a puerta, pero aun así tardo hora y media el día que menos. Además te quedas tirado en Madrid si te dan las once». Cristina de Roda, arquitecta, sí se atrevió con el tren. Y lo hizo precisamente el fatídico miércoles, cuando cientos de personas se lanzaron a la vía en Aravaca, hartos de viajar como sardinas en lata. Cristina, pilló el tren antes de que estallara la rebelión de los «yuppies». «Me decidí ese día porque no soporto atascos como los del martes. Pero no lo volveré a hacer: tuve que hacerme sitio a empujones y tardé más de una hora en llegar». .

El grueso pelotón de «los que se lo están pensando» también ha llamado a filas a Cristina. «Somos mi hija y yo contra mi marido», bromea. «Yo soy muy urbana, y después de 16 años en Pozuelo me apetece mucho volver. Hemos estado a punto de comprar algo en varias ocasiones y ahora no sé... Lo malo es que con lo que nos den por el chalé sólo tenemos para un cuchitril en Madrid». Octubre de 1989 es ya un mes histórico en su vida. Después de siete largos años en un apartamento de Las Rozas, Christiane Zerilli -secretaria de Dirección- volvió al duro asfalto. «No echo de menos nada. Más bien al revés: eso de no tener que pensar cada día en la carretera de La Coruña no tiene precio». Su primera y heroica decisión al venir a la ciudad fue vender uno de los dos coches de la familia.

A Christiane le empujaron también las «niñas», que tienen ya 21 y 19 años. «Aquello está muy bien cuando son pequeños, pero en cuanto crecen les tira mucho Madrid». Y luego, el aburrimiento. «Eso de no poder salir a tomar una caña se lleva muy mal. Allí te encierras y te olvidas del mundo». Ahora sólo se acuerda de Las Rozas cada vez que llama a la agencia inmobiliaria para saber si alguien quiere alquilar su antiguo apartamento. Va para tres meses y aún no ha encontrado inquilino.

«¿Cuatrocientos metros, matrimonio filipino y piscina? Pues a lo mejor tampoco me volvería». Pipo Barriuso -37 años, publicista, casado y sin hijos- aguantó en Pozuelo siete años. «Cuando llegué, aquello era un pueblo. Ahora es un vertedero de gente». Hace ya dos años que Pipo hizo las maletas y engrosó la lista de inquilinos de Madrid. «Allí te conviertes en un aténtico pueblerino, en el peor de los sentidos». «Te cuesta decidirlo, te pasas meses esperando a que alguien te dé el empujón final. A mí me lo dio una serie de atascos insufribles en 1987. De 15 minutos que tardaba en llegar a Madrid al principio, pasé a más de una hora. Por las noches me quedaba en Madrid, haciendo tiempo, para no volver antes de las doce». Pipo era uno de los miles de conductores a los que Juan Cavanna -gestor, 39 años- miraba con con compasión cada amanecer. Durante cuatro años, Cavanna enfiló la carretera de La Coruña en sentido inverso, camino de su trabajo en Las Rozas. Pero él sabía muy bien lo que era entrar en Madrid cada mañana: vivió de 1978 a 1980 en Villalba.

Horas perdidas, gasolina gastada, demasiado frío en invierno... Decidió volver a la gran ciudad cuando la cosa se empezó a poner negra. «La carretera está igual que hace nueve años. Lo único nuevo que han hecho ha sido el carril hasta Torrelodones y la desviación al Escorial». Juan Cavanna no está nada a gusto en Madrid. «Esta ciudad es insoportable. Vivo en Colón y estoy escarmentado: no hay quien salga de aquí en coche». Cavanna, un adelantado a su tiempo cuando decidió regresar a la capital,. está dispuesto a seguir marcando la pauta. Ahora se marcha a Toledo. «Ya verás, ya verás cómo la gente acaba yéndose a vivir a Segovia, Talavera o cualquier sitio de esos». Tiempo al tiempo.

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