El arte también sirve al poder

Con la cabeza pelada y la barba al ras, de negro hasta los tirantes, Michelangello Pistoletto recuerda a un elfo de tierra campa. Este hombre, que notó aquella brisa de andamio de los años 50 al calor de los gorgoritos de Domenico Modugno, de cuando el mundo inventaba sus nuevas teologías laicas, sigue con el mismo ímpetu revelador con el que apuntaló (junto a Mario Merz, Walter de Maria, Paolini, Calzolari, quizá Kounellis...) el movimiento del arte povera. Aquello quiso ser una dentellada contra esa producción artística mercantil y bien peinada, la de los salones burgueses y el almíbar gestual. Ellos apostaron por llegar al éxtasis desde la colisión estética que proporcionaba hermanar un trapo viejo, un cordel de bramante y una chapa oxidada. Estaban cumpliendo a su manera con aquella intuición de Lautréamont, cuando aulló que no hay «nada más bello que el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección». Así están las cosas.

Más de medio siglo después de aquella aventura, que resolvió que la belleza del arte también salía de un potaje para pobres, Pistoletto está sentado en una de las salas de la galería Elvira González de Madrid, con el verbo disparado, las ideas al galope y asestándole ligeros pescozones con los dientes al borde de un vaso de té humeante. Es un artista incandescente, siempre con una llamarada en marcha que tiene que ver con su condición de hombre libre. Pistoletto es un italiano bravo del Piamonte, parido en casa en 1933. Un tipo levemente rocoso, rápido, superlativo, de esos que desarrollan una vocación primera y ya no sueltan la presa.

Comenzó a pintar en el taller de su padre, también artista y restaurador. Y un día descubrió que el espejo, además de devolverte la imagen intacta, podía reflejar la Historia. Parecía cosa de un chico tarambana, pero el tiempo ha soplado en favor de Pistoletto y hoy anda orbitando en la galaxia del arte con astro propio. Del espejo ha hecho una estética, una fe de vida, una larga reflexión y una poética. En Madrid presenta sus últimos trabajos, Mirror Paintings, una exploración sobre lo que dicen los espejos, lo que por dentro de ellos sucede: su tiempo quieto, su verdad, su intacta agonía. Ese submarinismo de secano que siempre está un palmo más allá de la realidad.

- Los espejos no se agotan...

- Nunca. Ofrecen toda la perspectiva posible y, a la vez, son una forma de reexaminar al individuo y a la Historia.

- ¿Los asume como una forma de entender el mundo?

- Sí, pero desde una perspectiva plural, colectiva, no sólo mía. Un espejo es la suma de muchas cosas, de muchas visiones, de muchas miradas, de muchas gentes y tiempos. Por eso, cuando en la Bienal de Venecia de 2009 destrocé a martillazos uno de los 22 cuadros de espejo que expuse en el pabellón del Arsenale no rompía una forma de mirar, sino que estaba multiplicando esa visión. Tiene mucho que ver con la idea de que cada persona es un fragmento del universo.

- ¿El arte es una forma de política?

- Todo gesto artístico es siempre político. Cuando los pintores del Renacimiento realizaban una madonna para un templo, era un gesto político de la Iglesia. Yo creo en el arte como una forma de compromiso con la sociedad, como un camino múltiple e individual a la vez. En el momento en que un artista decide ser útil con su trabajo para intentar descifrar y entender su tiempo está realizando un acto social inmenso.

- Pero el arte es sobre todo un acto personal...

- Cierto, yo asumo mi firma, mi responsabilidad. Pero lo que hago forma parte de una voluntad colectiva de transformación del mundo... Aunque el arte ha vuelto a convertirse en un arma o herramienta al servicio del poder.

- Y el artista en mercancía.

- Por desgracia, así es en muchos casos.

- ¿Usted dónde se sitúa?

- No renuncio a nada. Uso el mercado y sus posibilidades, pero no me rebajo a ser producto de intercambio. El mercado no me usa a mí.

- ¿Es posible en un artista de éxito?

- Lo es. El poder del arte tiene que ver con la libertad y la responsabilidad. Hay que saber utilizar en favor de todos la fuerza de una creación. Es mucho más complejo un objeto artístico, su trascendencia, que la política o la economía.

Pistoletto ha hecho de su trabajo una fiebre de cosa viva en el desmonte canalla de esta vida, que tantas veces entiende la pintura, la escultura o la fotografía como un ornamento en el pecho del dinero. Su costura de hombre trae el hilo de una vanguardia muy siglo XX. Pero no es un creador que le dé al kif de la nostalgia. Pistoletto se pone más con ideas de revolución en marcha. Cree, como Rimbaud, que este mundo ha de ser deflagrado y vuelto a levantar. Y para eso se necesita la polea del arte. Tras ser gurú emocional del colectivo teatral Lo Zoo, allá en los años 70, creó Cittadellarte, un laboratorio de vida «donde la realidad no se acepta como es, sino que intentamos ir más allá». Una tribu de creadores e investigadores de todos los ámbitos que se mezclan para desenmascarar las trampas de la contemporaneidad. Más té. Más té. Un poco más de té.

- Es necesario revisarlo todo. Más aún en un siglo que ha comenzado, como el XXI, apoyado en la mentira. Y a eso se han acostumbrado demasiados creadores. El siglo XX, en arte, tuvo una seña de identidad: la búsqueda de la verdad. Este de ahora, sin embargo, es el de la aceptación de una mentira. Se han traicionado la libertad y la responsabilidad... La potencia crítica del arte está siendo usada para satisfacer en muchos casos a las presuntas víctimas de esa crítica. Es así de triste.

- ¿Tiene voluntad de artista al margen?

- Si ser marginal quiere decir no ser un artista decorativo, considéreme un marginal, por favor.

- Sostiene que el arte es una forma de conocimiento, casi un psicoanálisis...

- Exacto. Mi trabajo tiene mucho que ver con la técnica psicoanalítica. Así es todo el arte moderno. Tiene que ver con la economía, con la política, con la religión, en definitiva: con el individuo. Es una forma de explorar por dentro de nosotros mismos y de nuestras sociedades. En el inconsciente y en la infancia. Y no sólo en la infancia de los hombres, sino en la infancia de las comunidades de hombres... El arte, como el psicoanálisis, sirve para conocer mejor el origen de muchos de nuestros males de ahora.

En el Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel dedica a Pistoletto una de las salas de la colección permanente. Este italiano de dinamita es referencia del arte de los años 60/70. Allí está, entre otras piezas, la instalación titulada Las trompetas del juicio, con los megáfonos que utilizó Mussolini en algunos de sus discursos.

Pistoletto los adquirió en un rastro de Turín, arrumbados. Con ellos ha desarrollado performances de distinto signo, hasta que quedaron como memoria varada en el museo, dotadas de cierta una ironía sulfurosa, tan apagadas de voces, sin ese tono lijado con que arengaba Il Duce a las masas. Memoria de una memoria quieta, pero no olvidada. «La Historia debe ser uno de nuestros motores. En este momento es muy importante saber transmitir a los jóvenes los puntos esenciales de nuestra memoria histórica. La Historia ha de ser traída al presente. Es la forma que tenemos para saber distinguir el bien del mal. Yo vivo en una combinación permanente entre presente y memoria. Y entiendo el hoy como una propuesta de pasado, sin dejar de sentirme en marcha y vivo». Y con ese excedente genético propio de los tipos a los que les sobran un par de litros de sangre, Pistoletto regresa al té, como oficiando una vieja ceremonia. De negro hasta los tirantes.

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