En España es alarmante que los bares estén cerrados

En el cuerpo a cuerpo del laberinto de La Mancha hemos llegado con nuestra sed a Almagro. 

La noche entoldada de nubes como el ala de un cuervo prometía un duelo de lluvia implorada, pero debió ser otro espejismo del camino, uno más de entre los vagos deseos que ya van quedando en el zurrón de este viaje iniciático, en la travesía de una región con temblores de mercurio si miras a lo lejos y pájaros fritos en la carretera. 

Los ojos se llenaron de gente y pasacalles, del bullebulle colorista del teatro, de monólogos asestados en el corral de comedias con esa certeza de palabra que sólo escupen ya los clásicos. La plaza mayor de Almagro, esa joya del XVII con su insaciable mirador corrido de madera verde, llegó como un oasis frente a esa otra ausencia de casi todo que llena esta aventura.

El Quijote, de algún modo, se nos va quedando (a ratos) cada vez más lejos. Entre caminos que parecen haber sido alisados por carros de mulas, en la mañana inmóvil del Campo de Calatrava, con una música de chicharras a modo de banda sonora salvaje y un calor que desciende con cólera, está a la sombra de una ermita Juan El Cañoneras junto a su bicicleta, enjaezada en la trasera con dos capazos. Tiene las manos monótonas que exige el trigo para ser arrancado y como «tractorista de los frailes» se ganaba unas perras de más «cuando los años del hambre».

Su calendario está hecho como un ábaco de penas y alivios, movido por la mecánica de los meses de siembra. «A mí lo que me gusta son las carpas asadas, con limón, pimienta, tomillo, ajo y todo lo que pilles». O sea, un emplasto como para resucitar a la carpa.

Cuando El Cañoneras habla no le pierde ojo a la sierra de enfrente, minada de volcanes, como si esperase una erupción. No te mira a la cara porque en el horizonte siempre pasan cosas más interesantes que en tu jeta. «Así que la Ruta del Quijote. ¿Y pa qué iba a venir aquí ese hombre? Quite, quite, eso es pa forasteros. Aquí la gente está en el campo, que ya da trabajo, ya». Saca de una bolsa una botella de agua que antes lo fue de gaseosa y levanta el gaznate para echar un trago. «Pues ya digo que les queda camino.Eah».

Serpenteando, con 39º a la sombra y los toros pidiendo auxilio en los batanes, las huellas de esta aventura con su motor de ficción piden parada en Almodóvar del Campo. «Subió don Quijote, sin replicarle más palabra, y, guiando a Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba, llevando intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por esas asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los buscase».

Una vez más, todas las calles son las de una fortaleza en el vacío. En esta ocasión nadie se asoma siquiera para observar a los intrusos. Eso, a estas alturas del clima supone un deporte de riesgo. Hasta los bares están unos vacíos, otros cerrados.Algo que, en España, alarma mucho. Y es que la temperatura va en aumento, y la vida ya deja de ser un problema metafísico para convertirse en un ardor que se clava hasta lo blando del hueso.

Para aguantarla hay que llevar en la cresta un yelmo de Mambrino o tener las creadillas negras como las berenjenas de Almagro y el rucio de Sancho. Por estos caminos que se desvían del mundo sólo pasan cigüeñas con las zancas colgando, no queda ni el perfume arqueológico de aquellas ventas de antaño que daban cobijo a plateros de paso y a capadores de marranos, las mismas en las que don Quijote confundía los chillidos de los cerdos como excelsos orfeones de bienvenida.

La Ruta del Quijote, en pleno julio y con la zarpa del ardiente verano, hace de La Mancha un Serengueti que le ha dado el día libre a las leonas y sólo queda de guardia una formación de tordos en llamas alineados perfectamente en los cables de alta tensión.La razón enflaquece y las vías del AVE a Madrid son una promesa de libertad, aunque aún no toca.

La Mancha se mece como un péndulo entre escenarios que ofrecen una batalla de contrastes. De los campos de girasoles ciegos al ajedrez trascendental de la tierra huérfana de semilla, como un blues desgarrado. Del arado viejo y delgado como un estudio de Oteiza a los neones mellados de un burdel de apeadero en el que ya no aparca nadie.

Del molinazo como una almena con aspas a esos otros molinos, amigo Sancho, que se nos vienen encima, tan siglo XXI, aunque que más que gigantes, señor, parecen radares de la NASA para vigilar la producción de uranio enriquecido de los lagartos de meseta. Llega el campanazo de los 40º y estamos ya de realquiler en la locura de esa novela renacentista que Cervantes escribió en pleno abismo ilimitado del Barroco. La que Unamuno llamó la Biblia de España, porque corre por sus páginas una verdad revelada a pie de calle y va mucho más adentro, sorteando ficciones y quebrantos, con un lenguaje erguido, conquistado al poner la oreja en el terreno, como un apache, para saber por dónde viene lo que no estaba dicho.

Según se avanza hacia Puertollano, después de que una fe en la nada nos llevase por Valenzuela de Calatrava, por Calzada de Calatrava -donde Pedro Almodóvar comienza a rodar en unos días, de vuelta a casa-, por Aldea del Rey, por Argamasilla, Villamayor y Tirteafuera, que tiene entre sus calles una bautizada como Insula Barataria... Según nos acercamos al destino de hoy, decíamos, se avista el Detroit de La Mancha. Las torres de iglesia que abundaban hace no más de 40 kilómetros son aquí chimeneas de fuego compulsivo. 

La refinería que invade esta ciudad ofrece un perfil de Kuwait con torcaces tiznadas de humo de petróleo.Las viejas ventas que nos gustan se han tornado garitos de música maquinera y metálica; los cueros de vino, ginebra de garrafón; Aldonza Lorenzo tiene las tetas de silicona, el pestañón rizado y un tatuaje boicoteándole las caderas. Se está mejor tierra adentro, al menos por esas llanuras los pájaros no hacen nido en las gasolineras y el silencio llega a ser otra forma del gozo.Aquí no cabe nuestro Alonso Quijano.

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