Criticando las armas

Llegaba a la caída de la tarde, casi siempre empapado en sudor, y antes de acostarse se quedaba un largo rato charlando bajo el renqueante ventilador. José Esteban González fue en su lejana adolescencia hermano de La Salle y siempre tuvo una forma de hablar dulzona y susurrante. Habitualmente dormía en la oficina de la Comisión de Derechos Humanos, en el centro del viejo Managua, pero cuando empezaron los combates entre sandinistas y guardias de Anastasio Somoza, a partir de septiembre de 1978, solía venir a esconderse en la casa del profesor Fernando Benavente. Le costaba conciliar el sueño y cuando lo hacía se revolvía inquiento, emitiendo extraños suspiros, como si le doliera el miedo que anidaba en su corazón. José Esteban no estaba a favor de la lucha armada y criticaba a los sandinistas. 

Lo suyo eran los derechos humanos, recoger informes sobre los campesinos torturados por la Guardia, y una pequeña ambición política vinculada al diminuto Partido Socialcristiano. Desde que años antes había montado una campaña para que dejasen de maltratar en prisión a Tomás Borge, el único superviviente de los fundadores del Frente Sandinista, Somoza lo odiaba. Si no hubiera contado con el apoyo del cardenal Obando y contactos en la embajada venzolana, probablemente hubiera muerto. Consiguió sobrevivir y en julio de 1979, cuando los sandinistas llegaron al poder reabrió su oficina. Los primeros problemas surgieron cuando editó de nuevo su boletín. 

En él aparecían testimonios de los familiares de algunos ex guardias de Somoza, que denunciaban la desaparición de sus parientes. Eran momentos cargados de romanticismo, en los que todos insistíamos en «la generosidad de la Revolución que no fusilaba». En abril de 1979, poco antes de que las tropas de Somoza me detuvieran en la ciudad norteña de Estelí, había visto ejecutar a varios colaboradores de la Guardia. Todavía recuerdo con nitidez la cara arrugada de un campesino al que los «muchachos» obligaron a cavar su propia fosa. Era un tipo duro, tenía en su haber alguna muerte y no manifestó temor. 

Antes de que lo «despacharan» masticó lentamente una tortilla de maíz. Después se santiguó y, mirando fijamente al sandinista que le iba a dar el tiro, dijo: «No me voy a olvidar de ti y un día volveré del otro mundo a buscarte». Los 12.000 soldados de Somoza eran un desastre militar, pero mataban a mansalva y eso nos empujaba a disculpar ejecuciones como la del campesino colaborador.

Tras el derrocamiento del dictador, hubo tambien algún fusilamiento masivo, pero la sangre estaba demasiado caliente y los pocos periodistas extranjeros que lo sabíamos no lo reflejamos en nuestras crónicas. Quizás por eso fue tan fácil para los sandinistas estigmatizar a José Esteban González. La propia Violeta Chamorro, que hasta abril de 1980 fue miembro de la Junta de Gobierno, le criticó duramente acusándole de «antipatriota». A fin de cuentas los hombres del tirano habían asesinado a su marido un año antes. El «estrangulamiento» de José Esteban fue largo e implacable. Tomás Borge se encargó personalmente de dirigir la campaña. Primero le acusaron de mentir motivado por su «mezquina ambición política». Después crearon una Comisión de Derechos Humanos paralela, a la que los sandinistas acarreaban sistemáticamente periodistas extranjeros. 

Al cabo de los meses, terminado ya el idilio entre el empresariado local y los «muchachos», y con la «Contra» financiada por Ronald Reagan rampando en la frontera hondureña, José Esteban se atrevió a solicitar que se bloquease una ayuda destinada a Nicaragua. Poco después fue detenido. Pasó una corta temporada aislado en un tórrido calabozo del «Chipote» y una noche lo presentaron en televisión, donde entonó un largo y humillante «mea culpa».

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