Sarah Jessica Parker gasta un 44 y es judía

Si calzas un 44 y aun así eres más bien menuda y fibrosa; si tienes una mandíbula ecuestre tipo Alburquerque, aquel melancólico caballero español, la nariz prominente, las cejas despavoridas y el pelo rizado, pero no de aquella manera; si además no te has puesto silicona en el pecho ni en los labios; si no eres classy ni arty (disfruto mucho con estos adjetivos sincopados que ponen tan en evidencia la ridiculez de aquellas aspiraciones sociales propias de la burguesía de entreguerras, a saber, tener clase y poseer, como le gustaba creer de sí mismo a Hitler, temperamento artístico); si, por otra parte, eres dueña de una expresividad vertical no más perturbadora que la de un semáforo; si, bien mirado, las minifaldas asimétricas de Rabanne, los vestidos palabra de honor de Lanvin, los pumps de Blahnik, los Birkin de Hermès, las capitas de Marc Jacobs, el oprobio de lucir una cadena con tu nombre, que sólo convence a Belén Esteban, los hot pants de algodón con topolinos, el jersey de red con incrustasciones de amebas en lúrex, la gorra con tachuelas, el despliegue de camisetas de Gap superpuestas con poco sentido del equilibrio, las macrohebillas de cinturón impropias de tu falta de talle, las medias de costura blanca sobre negro, que ponen en evidencia unos gemelos que para sí quisiera Alejandro Magno; si, por fin, el moño con lazo zapatero frontal subraya penosamente una frente huidiza y un depilado de sienes torturante; si, a pesar de los esfuerzos de tu estilista, toda esta acumulación de ocurrencias te sienta como a un Cristo dos pistolas, la pregunta que se me viene a la cabeza es: ¿cómo rayos te has convertido en una estrella de la moda, en una mujer copiada, deseada, halagada? 

Tal vez la respuesta no esté sólo en que Carrie, de Sexo en Nueva York, sea un buen personaje, de ésos que consiguen capitalizar todas las pulsiones de una sociedad obsesionada por el consumo, la belleza y la fama, sino en que, desde tiempos inmemoriales, para eterno desconcierto de los cirujanos plásticos, la judía gusta mucho. Ya ocurrió en los 70 con una de las actrices más estomagantes del firmamento, Barbra Streisand, pero la atracción no es reciente. En la literatura española del XVII, la bella judía, fina de muñeca y tobillo y de mirada oceánica, se opone a la mora lianta de sexualidad frontal y a la cristiana totémica con los ojos puestos en el Altísimo.

Mucho más abajo, y sobre todo, más soterrada, la pasión que despiertan las inteligentes, vulnerables, por lo general cultas y refinadas carries de toda época encuentra seguidores tenaces y con sentido del humor. Ahora me acuerdo de uno: José Moreno Villa, escritor y pintor republicano, asiduo a la Residencia de Estudiantes, que se enamoró de una judía neoyorquina. A esta acaudalada réproba, que le hizo sufrir tanto, le dedicó un libro de poesías fulgurantes titulado Jacinta, la pelirroja. Léanlo y reconocerán a Sarah Jessica, su afán por gustar, su lencería de colores, su inagotable energía en las compras, su absoluta falta de pretensiones.

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